ESTRENOS

miércoles, 5 de octubre de 2016

EL NABO


Hubo una vez dos hermanos que habían cumplido su servicio como soldados. El primero llegó a ser rico como un rajá, mientras que el segundo quedó más pobre que las ratas; tuvo que convertirse en labrador, limpió su terreno, lo cavó y sembró con semillas de nabo.
Pronto la semilla germinó y emergió del suelo un nabo, que fue desarrollándose hasta alcanzar un tamaño descomunal. Una vez extraído, era tan enorme que él solo llenaba una carreta, y se necesitaron dos bueyes para poder tirar de ella.
El atribulado hombre no sabía qué hacer con el nabo, hasta que pensó que si lo vendía no le darían gran cosa por él y que si lo comía tendría igual sabor que los nabos corrientes. Entonces resolvió llevárselo al rey.
Puso el gigantesco nabo en una carreta tirada por cuatro bueyes y emprendió el camino hacia el palacio real. El rey lo recibió muy amablemente y quedó asombrado al ver un nabo tan grande.
– ¡Confieso que jamás en mi vida he visto nada parecido!- dijo el soberano-. ¿De qué especie de simiente has obtenido este fruto? ¿O acaso eres un mago?
-¡Oh, no Majestad, no!- explicó el labrador-. Soy un pobre soldado que por no tener medios para vivir, he tenido que dejar el uniforme y me he metido a agricultor. Tengo un hermano que es rico y bien conocido de vuestra majestad; pero yo, como no poseo nada, he sido olvidado.
-¡Da por terminada tu pobreza desde hoy! – exclamó el rey-. Te daré tantas riquezas que no tendrás que envidiar nada a tu rico hermano.
El naboY dicho y hecho, hizo entregar al soldado-labrador tierras, caballos, bueyes, herramientas de labranza, rebaños de ovejas y un cofre que contenía monedas de oro.
Cuando el hermano rico oyó contar la inesperada fortuna de su pobre pariente, le invadió un terrible envidia, sobre todo al saber que aquélla se debía a un miserable pero enorme nabo con el que había obsequiado al rey. Creyendo capaz de hacerlo mejor, llevó de regalo al monarca los mejores caballos de su cuadra, los mejores bueyes de su establo y las más preciosas joyas de sus cofres.
El monarca aceptó los presentes y, después de reflexionar un rato, le comentó que no encontraba nada más digno para corresponder a su generosidad hacia su real persona que regalarle el nabo enorme, que suponía una gran riqueza dada su rareza.
Y así, el rico se vio obligado a cargar el nabo en su carroza y a llevárselo a su palacio. Cuando llegó, subió a su cuarto y dio rienda suelta a su rabia. determinado matar a su hermano. Con este fin ofreció una fortuna a unos malhechores y, yendo con ellos a casa de su pariente, le dijo:
-¡Mira, hermano: acabo de enterarme del lugar donde se encuentra enterrado un tesoro! Si vienes conmigo, nos lo repartiremos.
El buen hermano lo creyó sinceramente y siguió al perverso. No habían caminado cien pasos, cuando los asesinos cayeron sobre él y se dispusieron a colgarlo de un árbol. Mas cuando iban a realizar su criminal intento, se oyeron voces procedentes de la lejanía. Los malandrines metieron apresuradamente al pobre hombre dentro de un costal, colgaron a éste de una rama y lo dejaron allí abandonado.
El soldado empezó a revolverse dentro del costal, hasta que logró hacer un agujero por el cual sacó la cabeza. Vio entonces que se acercaba un estudiante.
-¿Cómo estás, estudiante?
El estudiante miró hacia arriba y quedó asombrado al ver moverse el costal y la cabeza humana que emergía. Entonces preguntó:
-¿ Cómo es que estás ahí?
-Por que he querido ser sabio.
¡Éste es el saco de la sabiduría! No llevo más que unos minutos metido en él y ya sé todo lo que se puede saber.¡Este saco hace inútiles las escuelas y los profesores!¡Dentro de cinco minutos bajaré y apabullaré a mis semejantes con mi inagotable sabiduría! Si tú deseas ocupar mi lugar unos minutos te darás cuenta de la bondad de mi costal.
El naboEl estudiante exclamó:
-¡Bendita sea la hora en que te he encontrado! ¿ Me permitirás que me meta un ratito en tu costal maravilloso?
-¡Bájame y te daré gusto!- exclamó el soldado.
El estudiante bajó el costal, lo abrió y sacó al soldado.
Luego se metió dentro del costal y le dijo:
-¡Súbeme ahora!
-¿Cómo te encuentras , camarada?¿Has aprendido ya que la sabiduría es fruto de la experiencia? ¡Quédate ahí hasta que aprendas a ser cauto!- exclamó el soldado.
Luego, montó en el caballo del estudiante y se alejó silbando. Al cabo de una hora, un joven enviado por el soldado puso en libertad al ingenuo estudiante, que efectivamente había aprendido muchas cosas, entre ellas, que siempre debe primar el sentido común.

EL LOBO Y LAS 7 CABRITILLAS


Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas. “Hijas mías,” les dijo, “me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo.
El lobo y las 7 cabritillas
El lobo y las 7 cabritillas
El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas.” Las cabritas respondieron: “Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.” Despidióse la vieja con un balido y, confiada, emprendió su camino.
No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:
“Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.” Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.
“No te abriremos,” exclamaron, “no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.
” Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita.
Llamando nuevamente a la puerta:
“Abrid hijitas,” dijo,
“vuestra madre os trae algo a cada una.”
Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron:
“No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú.
¡Eres el lobo!” Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo:
“Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta.”
Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero:
“Échame harina blanca en el pie,” díjole.
El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó:
“Si no lo haces, te devoro.”
El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.
Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: “Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque.”
Las cabritas replicaron: “Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.”
La fiera puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj.
Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo: “Madre querida, estoy en la caja del reloj.” Sacóla la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga. ¡Válgame Dios! pensó, ¿si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo: “Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.” Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.
Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
“¿Qué será este ruido
que suena en mi barriga?
Creí que eran seis cabritas,
mas ahora me parecen chinitas.”
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas: “¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!” Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.

EL LIBRO DE LOS ANIMALES


Estaba un día León persiguiendo a su conejo mascota cuando su buena amiga, el ama Felisa, le dijo:
— Han venido a verte el Primer Ministro y el Canciller.
libro-animalesAl entrar en el cuarto de estar, León se encontró a dos caballeros la mar de serios.
—Señor—dijo el Canciller—, como bien sabéis, hace tiempo que sois el heredero del trono. Vuestros súbditos han reunido por fin dinero suficiente para compraros una corona, de modo que sois nuestro nuevo rey.
—¿Significa eso que podré hacer lo que quiera? —preguntó León.
— Pues sí, señor, mas ahora debéis acompañamos para ser coronado.
Y le condujeron hasta un carruaje tirado por seis caballos tordos.
Durante el camino, León tuvo que pellizcarse y pellizcar a su conejo para asegurarse de que aquello sucedía realmente.
Las campanas no cesaban de repiquetear y la gente gritaba: “¡Viva León, nuestro rey! i Viva el rey León!”
Y León fue coronado aquella misma tarde.
El libro de los animales
El libro de los animales
Pero debido al peso del manto real y a tener que dar la mano a besar a tanta gente, León estaba completamente agotado y ansioso de regresar a la sala de juegos de palacio, donde el ama le habría preparado sin duda el té.
Una vez allí, León dio buena cuenta de unos emparedados de huevo y de una tarta de chocolate. “Iré a explorar la biblioteca real”, dijo al acabar. Y salió de la habitación con el conejo pisándole los talones.
Al llegar a la biblioteca, se encontró con el Primer Ministro y el Canciller.
—¡Qué cantidad de libros! —exclamó León—. Quisiera leerlos todos.
—Majestad —dijo el Canciller—, os aconsejo que no los leáis. El anciano rey se volvió un poco excéntrico. Ciertas personas decían, incluso, que era un mago.
—¿De veras? ¿Ni siquiera puedo leer éste?
El libro de los animales
El libro de los animales
— preguntó León, cogiendo un grueso volumen titulado “El libro de los animales”.
—No, señor, creo sinceramente que no —contestó el Canciller. Pero León ya había abierto el libro.
Al volver la página siguiente, vio un esplendoroso pájaro azul, ¡completo hasta el último detalle! Y mientras lo contemplaba, el hermoso animal agitó sus alas, las desplegó ¡y salió volando!
En la primera página vio dibujada una bellísima mariposa que parecía real.
—¿No es hermosa? —observó León.
Y, mientras decía eso, ¡la mariposa surgió del libro y salió volando por la ventana!
-Majestad —dijo el Primer Ministro—, debo insistir en que dejéis esos libros. — En esto tomó el volumen, lo cerró y lo colocó sobre una estantería alta. León, enfurruñado, cogió en brazos a su conejo y abandonó la biblioteca.
El libro de los animales
El libro de los animales
León se pasó toda la noche pensando en aquel libro, y al amanecer fue a despertar al ama Felisa.
— Debes ayudarme, ama.
Necesito un libro de la biblioteca y no puedo alcanzarlo. Es muy importante.
—¿Qué estás tramando?
—contestó el ama, que salió en busca de la escalera del jardinero y regresó con el libro que le había pedido León.
León salió corriendo al jardín, y al volver las páginas donde había visto la mariposa y el pájaro azul, y que ahora estaban en blanco, encontró una página donde había un inmenso animal rojo sentado bajo una palmera. Debajo aparecía escrita la palabra Dragón.
libro-animales-5De pronto, el dragón se desprendió violentamente de la página. Exhalando humo por la boca, desplegó sus enormes alas y, remontándose sobre los árboles, se alejó volando hacia las lejanas colinas.
León estaba horrorizado de lo que había hecho. ¡Había dejado escapar a un temible dragón que sembraría el pánico entre sus leales súbditos!
—¡Y sólo hace un día que soy rey! —exclamó, llorando—. ¿Qué voy a hacer?
León lloraba porque había dejado escapar al dragón rojo del libro mágico.
— Se ha ido volando hacia las colinas — se lamentó al ama Felisa.
— Qué desgracia —dijo el ama abrazándole.
Más tarde fue a contárselo al Primer Ministro y al Canciller.
El libro de los animales
El libro de los animales
Advirtieron a todas las personas que anduvieran con cuidado. El ejército permaneció al acecho hasta el sábado por la tarde, cuando los soldados se marcharon a sus casas a comer algo. Y el dragón, que no estaba menos hambriento, se zampó a un equipo de fútbol enterito.
El lunes siguiente devoró al Parlamento completo, con ministros y todo, excepto al Canciller, que ese día estaba enfermo. La furia de la gente iba en aumento y León estaba desesperado.
Cuando fue a pedirle consejo al Canciller, éste le dijo:
— Lo único capaz de acabar con un dragón es una mantícora, majestad.
León buscó la palabra “mantícora” en el índice del “Libro de los animales”, y al volver la página indicada, surgió de la misma el animal, restregándose los ojos a causa del sueño.
El libro de los animales
El libro de los animales
—¡Hala, vete a luchar contra el dragón! —le ordenó León. Pero la mantícora no quería enfrentarse a ningún dragón y fue a ocultarse en las caballerizas reales. Al día siguiente, cuando el dragón se la encontró escondida allí, ¡acabó con ella de dos bocados!
Ya no quedaba nadie capaz de resolver la situación.
“Debo ser yo mismo quien salve a mi pueblo”, pensó León. Se encerró en la biblioteca un día entero y repasó todos las obras sobre dragones. Cuando terminó, había aprendido algo muy importante: los dragones suelen arder bajo el sol del mediodía.
Luego llevó “El libro de los animales” al jardín, buscó la palabra “Pegaso” y de la página adecuada, salió un bellísimo caballo alado.
Sin soltar el libro,
León se montó en el animal.
Ambos se alejaron volando hada las colinas en pos del dragón. Al aproximarse, vieron un hilo de humo gris que se elevaba por entre los árboles.
— ¡Ahí debe de estar el dragón! —gritó León. Y así era, allí estaba el monstruo, disfrutando su siestecita matinal.
Mientras volaban sobre él, el dragón se despertó con un pavoroso rugido y se abalanzó sobre Pegaso.
El libro de los animales
El libro de los animales
—¡Vámonos al desierto! — exclamó León, y condujo al caballo sobre montañas lejanas, ríos y valles. El dragón emprendió su persecución.
Al fin llegaron a una gran extensión desértica. No había ni pizca de sombra y el sol brillaba con fuerza en lo alto. Tan pronto como aterrizó Pegaso, León saltó a tierra y depositó “El libro de los animales” en el suelo, abierto por la página donde estaba la palmera. Mas cuando se disponía a subirse de nuevo en el caballo, resbaló y cayó. ¡En aquel momento hizo su aparición el dragón!
El dragón tenía tantísimo calor que empezaba a echar humo. Pegaso voló en torno al animal batiendo sus alas como si fueran fuelles. El humo se extendió en todas direcciones, ocultando a León de la vista del dragón.
El monstruo lanzó un grito de furia y comenzó a resoplar buscando desesperadamente la sombra. Entonces, al ver la palmera, se precipitó sobre la página y se instaló en el lugar que había ocupado antes.
El libro de los animales
El libro de los animales
—¡Hurra, lo hemos conseguido! —gritó León abrazando a Pegaso. De pronto sonaron grandes vítores, y León vio que se hallaban rodeados por el Primer Ministro, el Parlamento, el equipo de fútbol y la mantícora. El dragón no había tenido más remedio que dejarlos atrás.
Pegaso, nos llevarás a todos a casa de dos en dos —dijo León. La operación duró varios días, pero todos estaban tan satisfechos de haberse librado del dragón, que no les importó tener que esperar su turno. Para matar el tiempo, comentaban cómo su pequeño rey había conseguido derrotar al dragón, con un poco de ayuda por parte de Pegaso, por supuesto.
El libro de los animales
El libro de los animales

EL LEÓN Y EL RATON


Una tarde muy calurosa, un león dormitaba en una cueva fría y oscura. Estaba a punto de dormirse del todo cuando un ratón se puso a corretear sobre su hocico. Con un rugido iracundo, el león levantó su pata y aplastó al ratón contra el suelo.
-¿Cómó te atreves a despertarme? -gruñó- Te-voy a espachurrar.
-Oh, por favor, por favor, perdóname
la vida -chilló el ratón atemorizado-Prometo ayudarte algún día si me dejas marchar.
-¿Quieres tomarme el pelo? -dijo el león-. ¿Cómo podría un ratoncillo birrioso como tú ayudar a un león grande y fuerte como yo?
El león y el ratón
El león y el ratón
Se echó a reír con ganas. Se reía tanto que en un descuido deslizó su pata y el ratón escapó.
Unos días más tarde el león salió de caza por la jungla. Estaba justamente pensando en su próxima comida cuando tropezó con una cuerda estirada en medio del sendero. Una red enorme se abatió sobre él y, pese a toda su fuerza, no consiguió liberarse. Cuanto más se removía y se revolvía, más se enredaba y más se tensaba la red en torno a él.
El león empezó a rugir tan fuerte que todos los animales le oían, pues sus rugidos llegaban hasta los mismos confines de la jungla. Uno de esos animales era el ratonállo, que se encontraba royendo un grano de maíz. Soltó inmediatamente el grano y corrió hasta el león.
—¡Oh, poderoso león! -chilló- Si me hicieras el favor de quedarte quieto un ratito, podría ayudarte a escapar.
El león se sentía ya tan exhausto que permaneció tumbado mirando cómo el ratón roía las cuerdas de la red. Apenas podía creerlo cuando, al cabo de un rato, se dio cuenta de que estaba libre.
-Me salvaste la vida, ratónenle —di¡o—. Nunca volveré a burlarme de las promesas hechas por los amigos pequeños.

EL LEÓN Y EL PAVO


Erase una vez un león y un pavo real que eran muy amigos. Nada les complacía tanto como reunirse en el claro de un bosque, en las tardes cálidas y soleadas, y comer juntos.
Una tarde, estaba el león devorando unos pedazos enormes de carne cuando observó al pavo real arañando la tierra y sepultando huesos de ciruela.
—¿No se te ocurre nada mejor con que entretenerte? — preguntó el león dando un bostezo.
El pavo real era un ave orgulloso que creía saberlo todo.
—¿Cómo puedes ser tan estúpido?
—exclamó asombrado—. Debes ser el único animal del bosque que ignora lo importante que es plantar huesos de ciruela. De los huesos brotan árboles y éstos dan hermosas y jugosas ciruelas.
El león y el pavo
El león y el pavo
El león se sintió muy ofendido con el insulto del pavo real. “Le demostraré a mi amigo que soy tan listo como él.”
Y enterró cuidadosamente los huesos que habían sobrado de su festín.
Algunos meses más tarde, los dos amigos se encontraron nuevamente en aquel claro. El pavo real se sentía satisfechísimo porque los huesos de ciruela habían comenzado a dar fruto.
Y al ver al león arañando la tierra, tratando de encontrar un hueso que hubiera empezado a crecer, se echó a reír y dijo:
— Eres todavía más estúpido de lo que pensé. Todos sabemos que es imposible hacer que crezcan los huesos plantándolos en la tierra.
El león y el pavo
El león y el pavo
Pasó el tiempo y cuando los dos amigos volvieron a encontrarse en el claro del bosque, estaba repleto de ciruelos cargados de frutos.
El pavo real sonrió satisfecho, mas el león estaba muy triste. Aquel día no había atrapado nada para comer y tendría que pasar hambre mientras su amigo se atracaba de jugosas ciruelas.
— Es una lástima que no seas tan listo como yo —dijo el pavo real con orgullo—. Yo siempre tendré suficiente para comer, mientras tú vas a pasar hambre en más de una ocasión.Pero el pavo real hubiera debido saber que la paciencia tiene un límite y que el orgullo resulta molesto.
Total que el león, harto de la soberbia de su amigo, se abalanzó sobre el pavo real y se lo comió enterito de un solo bocado.
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EL LABERINTO DEL MINOTAURO


Hace mucho, muchísimo tiempo, vivía en Grecia un joven y valiente príncipe llamado Teseo. Su padre era el rey Egeo y gobernaba la hermosa ciudad de Atenas.
Un día bajó Teseo al puerto y vio a un grupo de gente llorando. Siete muchachos y siete doncellas eran llevados, con las manos atadas, a bordo de un barco de velas negras.
—¿Quién es esa gente que hay en el muelle? —preguntó Teseo a un marinero.
El laberinto del minotauro
El laberinto del minotauro
—Son los familiares de las catorce víctimas que van a ser sacrificadas. ¿Ves a esos siete muchachos y siete doncellas? Serán enviados a Creta. ¡Pobrecillos, cómo les compadezco!
—¿Por qué? ¿Pues qué les sucederá?
—¿Pero no lo sabes, chico? ¡Serán ofrecidos como alimento al terrible Minotauro que vive en el laberinto!
Teseo había oído hablar del Minotauro, ¡el horrendo monstruo con cuerpo de gigante y cabeza de toro! Poseía unos cuernos temibles y unos dientes enormes, y habitaba en un vasto laberinto en los sótanos del palacio de Creta, devorando a seres humanos. Tan numerosos eran los pasadizos del laberinto, que nadie que penetraba en él conseguía hallar la salida.
Teseo regresó apresuradamente al palacio de su padre.
—¡Padre! —exclamó—. Acabo de ver a catorce jóvenes atenienses a bordo de un barco que se dirige a Creta. ¿Por qué los enviamos para ser sacrificados a esa terrorífica bestia, el Minotauro?
—Porque hace mucho tiempo, hijo mío, hubo una guerra entre Atenas y Creta. Atenas fue derrotada, y desde entonces debemos enviar un tributo a Creta cada siete años, ¡un tributo de sacrificios humanos! Si no enviamos a esos siete jóvenes y siete doncellas para que sean devorados por el Minotauro, el rey de Creta nos volverá a declarar la guerra y muchos de los nuestros morirán.
El laberinto del minotauro
El laberinto del minotauro
—¿Y no podría alguien dar muerte al Minotauro? —preguntó Teseo.
—Nadie ha salido nunca del laberinto con vida. O les mata el Minotauro, o se pierden para siempre en el laberinto.
Teseo regresó corriendo al puerto y se acercó al barco de las velas negras, donde aguardaban los muchachos y las doncellas. Sus familiares y amigos seguían sollozando en el muelle.
—¡Pueblo de Atenas! —gritó Teseo—. ¡No lloréis, yo iré a Creta para acabar con el Minotauro!
Con estas palabras, Teseo subió a bordo y zarpó rumbo a Creta.
Tras muchos días de navegación, llegaron a la bella isla de Creta. En lo alto de un risco estaba el magnífico palacio de mármol del rey Minos. Sus soldados condujeron a los jóvenes y las doncellas por el sendero del risco.
El interior del palacio estaba todo adornado con oro y plata. Las habitaciones aparecían repletas de finos muebles, y en todas las paredes podían contemplarse escenas de toros y delfines saltarines.
En el amplio salón el rey Minos se hallaba sentado en un trono dorado. Tenía una larga barba blanca y llevaba puesta una túnica de seda.
—Sólo esperaba a catorce —dijo rudamente— ¿Por qué el rey Egeo me envía a quince?
Teseo dio un paso adelante.
—Soy el príncipe Teseo, hijo del rey Egeo. He venido para matar al Minotauro y liberar a mi pueblo de esta terrible deuda.
El laberinto del minotauro
El laberinto del minotauro
—Bravas palabras —dijo el rey con una pérfida sonrisa—. Puesto que estás tan ansioso de encontrarte con nuestro monstruo, tú serás el primero que entrará mañana en el laberinto.
En una esquina de la amplia sala estaba la bella princesa Ariadna. Al ver a Teseo, inmediatamente se enamoró de él. “Debo ayudar a este valiente y apuesto joven”, pensó.
Aquella noche, se dirigió a su habitación sigilosamente.
—Príncipe Teseo —murmuró en voz baja—. No puedo ayudarte a matar al Minotauro, pero sí puedo ayudarte a escapar del laberinto. Debes aceptar mi ayuda o morirás.
—Lo haré encantado, princesa —contestó Teseo.
—Entonces toma esta espada y esta madeja de hilo y escóndelos debajo de tu túnica. Cuando entres en el laberinto, ata el extremo del hilo a la puerta y ve desenrollándolo a medida que avances por los oscuros pasadizos. Es tu única esperanza de hallar la salida una vez que hayas matado al Minotauro. Yo te estaré esperando junto a la puerta. Debes llevarme contigo de regreso a Atenas. Mi padre me matará si descubre que te he ayudado a escapar.
—Te llevaré conmigo, princesa —dijo Teseo con ternura—, pues estoy enamorado de ti.
El laberinto del minotauro
El laberinto del minotauro
Al amanecer del día siguiente, los soldados del rey condujeron a Teseo hasta el laberinto. Cuando la puerta se cerró tras él, quedó sumido en la oscuridad. Sacando la madeja de hilo de debajo de su túnica, Teseo ató uno de sus cabos a la puerta. Palpó los elevados muros que tenía a ambos lados y, muy despacio, descendió por el angosto camino, desenrollando el hilo a medida que avanzaba. Más adelante vio un poco de luz filtrándose por el suelo del palacio, y pudo ver miles de calaveras y huesos desparramados por el suelo.
De pronto oyó un terrible rugido que resonaba por los pasadizos. El espantoso sonido se aproximaba más y más, y Teseo percibió la fuerte pisada del gigante que se acercaba.




El laberinto del minotauro
El laberinto del minotauro

Inesperadamente, la bestia se abalanzó sobre él, bramando y rugiendo, pero el príncipe se apartó de un salto, asiéndose a la roca. La bestia volvió a abalanzarse sobre él, y esta vez Teseo le asestó un violento puñetazo en el pecho. El Minotauro cayó hacia atrás, aturdido, y Teseo le agarró por sus inmensos y afilados cuernos, inmovilizándole. El Minotauro soltó de nuevo un rugido y rechinó sus enormes dientes. Teseo sacó rápidamente su espada y la hundió tres veces en el corazón del Minotauro. La bestia rugió una vez más… y luego se quedó inmóvil.
En la oscuridad, Teseo buscó el ovillo de hilo que se había caído. Cuando lo halló, fue siguiendo con las manos el rastro del hilo a través de los oscuros y sinuosos corredores del laberinto. Al fin alcanzó la puerta donde se hallaba Ariadna.
Al ver a Teseo manchado de sangre, corrió hacia él y le abrazó apasionadamente.
—Debemos apresurarnos —dijo la joven, muy excitada—, o nos descubrirán los guardias de mi padre.
Ariadna condujo a Teseo a donde se hallaba anclado el barco. Allí, esperándoles, estaban los siete muchachos y las siete doncellas. Cuando salió el sol, pusieron rumbo a Atenas.
El laberinto del minotauro
El laberinto del minotauro